Algunos se quejaban de que nadie aplaudía; otros lo piden cada mañana. Ese gesto celebratorio, sin embargo, pertenece al ámbito de la música clásica —no al de la vulgar política— y se inventó en el siglo XIX, momento durante el cual no dejó de despertar cierto recelo entre los grandes maestros, como muestra este ensayo.
“Tercera llamada, tercera”. Tras ocupar nuestros lugares se instala un silencio expectante entre el público que sólo interrumpirá nuestro aplauso. Un aplauso al que podremos recurrir en momentos específicos de la noche aunque la emoción demande lo contrario. Sería embarazoso, por no decir repudiable romper el ritmo de un movimiento con un gesto de aprobación fuera de tiempo. Por eso, la etiqueta tácita recomienda a quienes desconocen la estructura de las piezas, observar si el resto de los asistentes aplauden antes de hacerlo por cuenta propia.
Aunque parezca extraño, esta fórmula que hoy se repite casi sin excepción en cada concierto de música clásica, es un invento decimonónico. Hace unos 250 años, las orquestas rara vez se oponían a los silbidos, gritos y aplausos que llegaban antes de los compases finales. Para muestra, el testimonio del propio Mozart, quien en 1778 le envía a su padre una carta en la que relata el estreno de su Sinfonía n.º 31 en París:
Justo en medio del Primer Allegro llegó un pasaje que yo sabía que iba a gustar, y todo el público quedó extasiado. Hubo un gran aplauso. Como sabía el buen efecto que iba a causar el pasaje cuando lo escribí, lo volví a tocar al final del movimiento. Volvieron a aprobarlo. El Andante también fue bien recibido, pero el Allegro final me gustó especialmente […]. El público, como yo esperaba debido a su silencioso comienzo, se había hecho callar. Luego llegó el Forte que se hizo uno con el aplauso. Estaba tan encantado que después de la Sinfonía me fui al Palais Royal, me compré un helado, recé un rosario y me fui a casa.1